En la actualidad, los coches están equipados con una amplia gama de elementos que hace 30 años hubiera parecido sacado de una película de ciencia ficción, como asistentes a la conducción de último nivel, navegación por satélite, cámaras de 360º, sistemas capaces de leer señales y un largo etcétera. Sin embargo, todos estos gadgets modernos parecen irrelevantes si los comparamos con una sorprendente y polémica invención de finales de la década de 1990: un lanzallamas para coches.
En 1998, el inventor sudafricano Charl Fourie presentó el Blaster, un dispositivo de autodefensa, muy al estilo Mad Max, diseñado para combatir la tremenda ola de violencia, secuestros y robos de coches que entonces estaba viviendo Johannesburgo, la ciudad más grande de Sudáfrica.
El Blaster (explosivo), también conocido como BMW Flamethrower (lanzallamas BMW), era un dispositivo con un par de boquillas colocadas en los laterales del coche. Alimentadas por un depósito de gas licuado de petróleo (GLP) colocado en el maletero, esta tecnología se activaban mediante la combinación de un interruptor y un botón, cerca del pedal del acelerador, y eran capaces de disparar llamas de hasta dos metros de altura.
Por supuesto que el Blaster no era una opción de fábrica ni lo comercializaba directamente BMW, aunque se popularizó su apodo del lanzallamas BMW entre la gente porque, al parecer, en su día se montó en su mayoría en coches de la firma alemana.
De acuerdo con Charl Fourie, su creación no era letal ni pretendía serlo: “Mi sensación personal es que dejaría ciega a una persona. Nunca volvería a ver”, señaló en una entrevista con CNN. “Una persona no se va a quedar ahí un minuto mientras le asas. Ahuyentará al atacante y se acabó”. Ahí queda eso.
La CNN reportó que el primer comprador del Blaster fue un comisario de policía de una unidad de inteligencia criminal en Johannesburgo, David Walkley, quien defendía su uso si este estaba justificado. “Sí, hay ciertos riesgos en su uso, pero también los hay en no tener nada en absoluto”, afirmaba.
La legalidad del Blaster en Sudáfrica no se cuestionaba, ya que se sustentaba en las leyes de autodefensa del país, que “permitían su uso bajo determinadas circunstancias justificables”. No obstante, el dispositivo tenía entonces un elevado precio de venta al público (alrededor de los 650 dólares de la época) y no acabó de despegar a pesar de la atención mediática global y la cobertura que recibió.
En la actualidad sería difícil imaginar la comercialización de un dispositivo tan drástico debido a las estrictas regulaciones de seguridad y los avances en tecnologías no letales de defensa personal. Sin embargo, el Blaster sigue siendo un fascinante ejemplo de cómo la innovación puede surgir en respuesta a desafíos extremos, aunque su viabilidad y aceptación sean cuestionables.